Figura y función

Las perspectivas que ofrece la Jefatura de Gabinete como órgano de gobierno no son para nada halagüeñas. Es más: esa poderosa institución del sistema parlamentario europeo, trasegada al atípico régimen “hiperpresidencial” argentino, se encontraría hoy en peligro de extinción. El hecho se impone y justifica el comentario.

A partir de la reforma constitucional de 1994, cobró fuerza normativa la nueva figura del jefe de Gabinete de Ministros, surgida de la negociación del Pacto de Olivos, celebrado entre el entonces presidente Carlos Saúl Menem y su antecesor el ex presidente Raúl Alfonsín. El designio constitucional declarado proponía atenuar la concentración del poder presidencial, asignándole al jefe de Gabinete responsabilidades políticas y administrativas a compartir con el máximo agente de autoridad.

Si bien la figura del jefe de Gabinete queda marcada por la “inseguridad adolescente” de su corta vida, la práctica política del siglo XX nos revela que el nuevo órgano de poder tiene raíces profundas y connotaciones estructurales.

Bastaría un recorrido por las distintas presidencias seculares para advertir que, en última instancia, el jefe de Gabinete es el reflejo de quien venía operando en la historia como un superministro, cuya función distintiva quedaba asociada a las necesidades y vicisitudes de la máxima autoridad presidencial. Vulgarizando el concepto, podría afirmarse que las distintas presidencias del siglo XX instalaron “hombres fuertes”-con pies de barro- apenas diferentes de la proteica figura que nos ocupa.

¿La nueva alquimia atenúa la concentrada autoridad presidencial o sólo blanquea una hegemonía recurrente? Digamos de entrada que la reforma constitucional de 1994 incorporó la Jefatura de Gabinete, asignándole facultades compartidas que ni en el fondo ni en la forma alteraron en lo más mínimo la proyección histórica de la concentrada autoridad presidencial.

Según el artículo 100 de la Constitución, al jefe de Gabinete le corresponde “ejercer la administración general del país”. ¿En qué medida y bajo qué forma se ha cumplido esa suerte de autonomía de rango constitucional?

Cuando la institución daba sus primeros pasos bajo la presidencia de Carlos Saúl Menem, analistas reconocidos criticaban la selección in pectore, aludiendo a la intimidad del lugar en que el presidente guardaba el nombre de quien sería designado jefe de Gabinete, sin consulta previa y por medio de una decisión personal. Críticos sagaces observaban que ese estilo autocrático se basaba en las necesidades del poder:”El presidente avanza con su«mascarón de proa» en las cuestiones que él mismo finalmente está llamado a decidir”.

Al paso de las primeras pruebas, políticos opositores advertían que la Jefatura de Gabinete se deslizaba por un declive pronunciado que sólo beneficiaba al supremo jefe ejecutivo. Convertida en una extensión de la secretaría privada presidencial, el poderoso ente ejecutivo pasaba por encima de los frenos y contrapesos constitucionales. Con esta confusión de roles profetizaban ellos que el cargo iba a desaparecer de la conciencia colectiva para terminar siendo inexistente.

Juristas reconocidos planteaban la incoherencia institucional que anidaba en el origen de la Jefatura de Gabinete. Por un lado, respondía al modelo clásico de los sistemas parlamentarios europeos; por el otro, quedaba atada al régimen hiperpresidencialista del gobierno unipersonal, razón por la cual los especialistas consideraban que nada había cambiado más allá del rango jerarquizado atribuido al nuevo “delegado presidencial”.

El artículo 101 de la Constitución impone al jefe de Gabinete el deber de concurrir una vez por mes, alternativamente, a cada una de las cámaras para informar sobre la marcha del gobierno. ¿Cómo se cumplió en la práctica la obligación constitucional? Tres jefes de Gabinete alcanzaron protagonismo por los caprichosos incidentes de la saga.

Sectores oficialistas consideraban a Eduardo Bauzá el flamante jefe de Gabinete que había jerarquizado el cargo, haciendo ni más ni menos que lo ordenado por el superior jerárquico desde la cúspide del poder. Sectores adversarios lo percibían como el “monje negro”, que nunca se apartaba del perfil de rol moldeado por la amistad y la confianza entre dos seres. Durante el desempeño de sus funciones, Bauzá cumplió apenas con discreción la obligación de informar al Congreso sobre la acción de gobierno, concurriendo al recinto, en forma alternativa, tan sólo cinco veces en toda su gestión.

Cuando Jorge Rodríguez lo sucedió en el cargo, los observadores políticos pusieron en la mira el perfil “acuerdista y dialoguista” de quien moderaba la expectativa ambiente, mientras se tomaba tiempo para el aprendizaje del oficio. ¿Cómo convertir al jefe de Gabinete en una suerte de primer ministro?, preguntaban algunos con sarcasmo al advertir cómo iba languideciendo la potencialidad del cargo. Sus cuarenta asistencias al Congreso revelaban un prolijo cumplimiento del mandato constitucional, al tiempo que marcaban la diferencia de nivel con su antecesor de peso.

Situado en el centro del huracán provocado por el conflicto con el campo, Alberto Fernández debió moverse confuso y despistado ante la aplastante influencia de sus amos. La sorpresiva renuncia del otrora poderoso jefe de Gabinete acaba de cerrar un ciclo histórico del matrimonio en el poder.

Según la información de las oficinas competentes, en 2005 había transcurrido casi un año sin que el jefe de Gabinete asumiera la obligación constitucional de informar al Congreso; reincidencia que ocurrió cuando, a principios de este año, hizo su primera presentación ante el Senado, tras otro año y medio de extraña ausencia.

La contradicción conceptual que anida en la existencia misma de la Jefatura de Gabinete ha determinado que, en los hechos, la figura del titular del alto cargo se haya diluido y que su papel haya perdido el vigor y dramatismo que en su origen intentó darle una razón de ser. La dificultad práctica de cumplir con las consignas constitucionales es la evidencia más concreta de la fragilidad de esta bastardeada institución.

Acaba de asumir un nuevo jefe de Gabinete de Ministros con la consigna inconfesada de contribuir a recomponer la maltrecha autoridad presidencial. Pero nada garantiza que podrá remontar la cuesta. “Sin un presente diáfano le espera un porvenir oscuro.”

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