Veto al veto presidencial

La aplicación del veto presidencial a la ley que consagró el 82 por ciento móvil para la jubilación mínima y la actualización para los haberes superiores invita a revisar la trayectoria de un recurso constitucional que afecta a los principios republicanos y lastima a la débil democracia. Un par de factores bastará para recrear la estética del escenario que ha ganado la primera plana de los diarios.

Cuando el Gobierno aplica el poder de veto sobre el Congreso activa un mecanismo de control que, junto a otros instrumentos, refuerza el concentrado poder presidencial. El veto, se sabe, es el dispositivo constitucional que faculta al Ejecutivo a declarar su disconformidad con una ley, obligando al Congreso a introducir correcciones o a insistir en su decisión de origen. Bajo la forma del veto total el Ejecutivo puede impugnar en bloque un texto legal tal como ha sido sancionado por los legisladores; bajo la forma del veto parcial, el Ejecutivo puede rechazar algunos de los artículos y mantener la validez de los restantes.

¿Qué nos dice la práctica de los gobiernos, y a través de ella, la evidencia de los números? La crónica histórica revela que el poder de veto fue utilizado con mayor o menor frecuencia por todos los presidentes constitucionales. Así, Roque Sáenz Peña superó holgadamente los 500 vetos, mientras José Figueroa Alcorta y Juan Domingo Perón contabilizaron 302 y 278 aplicaciones. Para el conjunto de las treinta y siete presidencias constitucionales, la estadística oficial registrada por los especialistas arroja no menos de mil seiscientos sesenta vetos totales o parciales.

Los datos mensurables resultan elocuentes: con la aplicación del veto en forma recurrente y discrecional, el poder presidencial tiene a su disposición una herramienta estratégica que le permite llevar a cabo su plan político y ejecutar las consiguientes medidas de gobierno.

Los argumentos que exhibieron los decretos del Ejecutivo para justificar la aplicación del veto tuvieron fuerte gravitación en la correlación de fuerzas existente entre los dos poderes políticos del Estado. Hacia fines del siglo XIX, una ley podía ser vetada sólo cuando era supuestamente inconstitucional, esto es, cuando transgredía las normas de rango superior que amparaban los derechos ciudadanos. Desde hace cien años a esta parte, la tesis minimalista se vio sobrepasada por nuevos criterios alternativos que incrementaron la aplicación del instrumento. Al devolver al Congreso una ley sin la promulgación de rigor, el presidente Roberto Ortiz consideraba, en 1941, que “sería un grave error” no tener en cuenta factores tales como la “oportunidad y conveniencia” de una nueva ley en gestación. Consigna precursora que desató una sobredosis de vetos presidenciales respaldados por razones de variado estilo y desigual impacto. Así, los argumentos invocados con frecuencia para vetar las leyes se vinculaban a diferencias de fondo resultantes del choque entre modelos políticos antagónicos, o a medidas legislativas incompatibles con las decisiones del gobierno. Como cuestión menor, se dio el caso de presidentes que dudaban de la idoneidad del instrumento legislativo debido a su contradicción con otras normas en vigencia; a dificultades de interpretación sobre contenidos sustantivos; a vicios de redacción por mal uso de la técnica legislativa. Y casi siempre los presidentes apelaron a la cuestión presupuestaria, alegando que la aplicación de la nueva ley demandaría gastos excesivos; o declarando lisa y llanamente la falta de los recursos requeridos para dar cumplimiento a sus mandatos.

En sus distintas modalidades de aplicación, el veto se presenta como un importante instrumento de control del gobierno sobre el Congreso, ya sea para dirimir las diferencias existentes entre los dos poderes o como recurso de los presidentes para influir en la voluntad de los legisladores. Sobre este importante designio político, los especialistas que estudian el asunto presentan inferencias y sacan conclusiones: cuando las propuestas legislativas provienen del gobierno, el veto le proporciona la herramienta para preservar su poder de iniciativa, teniendo en cuenta que, en muchos casos, los legisladores deciden actuar en forma autónoma y el Ejecutivo no puede llevar a buen puerto un eventual proceso de negociación. Cuando los proyectos de ley provienen de los legisladores, el gobierno recurre al veto para asegurar la cohesión del bloque controlando cualquiera de sus variantes: control de las iniciativas de los legisladores oficialistas u opositores y control, también, para intervenir en los frecuentes trueques y zigzagueos de los unos con los otros.

Los factores estructurales que anidan en la realidad del poder de veto quedan asociados a la presidencia actual, sometida a la sobrecarga de las demandas y atemorizada por el fantasma del desgobierno. Con esta y otras prevenciones en la mente, la aplicación del veto presidencial a la flamante ley jubilatoria vuelve a agitar las aguas de la vertiente política y enzarza a sus principales operadores en el vértigo ya habitual de sus marchas y contramarchas. ¿Qué argumentan los unos y los otros en la pulseada que ha ganado el centro de la escena? Para el oficialismo y sus aliados, el recurso consagrado por la Constitución debe estar a disposición del Ejecutivo para ser empleado cada vez que lo requiera la aplicación del plan político o la ejecución de medidas de gobierno. Para los sectores de una oposición dispersa, el veto presidencial es un arma letal que debería ser borrada de la Constitución porque afecta la división de los poderes y conspira contra las instituciones.

Pero en realidad ¿son tan nítidas las posiciones enfrentadas como para volver ilusorio todo esfuerzo tendiente a instalar los consensos necesarios, integrando en lo uno lo diverso?. Al tiempo de intentar respuestas, a veces vanas o ilusorias, convendría atender a un dato estructural de nuestra realidad política de hoy y de siempre: el carácter expansivo del Ejecutivo está en la esencia de nuestro sistema constitucional y en la actuación vital de sus protagonistas, siendo el veto presidencial uno de los elementos más nocivos de esa peligrosa alquimia. ¿Cómo resolver la ecuación de un dispositivo constitucional que se reinventa en el tiempo con resultados siempre imprevisibles? En lo inmediato, queda demostrado una vez más que la aplicación del veto sigue sujeta a su práctica habitual, tan indiferente a sus rémoras y contradicciones como a las causas que le dan sustento. Pensando en el futuro, debería esperarse un tratamiento integral que llegue a las raíces mismas de ese hiperpresidencialismo que tanto nos agobia. Pero eso de barajar pronósticos es ya otra historia. Por el momento sólo podemos apuntar al blanco sin pretender disparar la flecha. El recurso al veto seguirá con final abierto y el debate habrá de continuar.

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