El gabinete, pieza clave del sistema republicano

La llamada “reunión de gabinete” se presenta como un lugar de alta exposición donde el presidente y sus ministros proponen desarrollar un proyecto político que pretende ser fundacional. Se da por sentado que ese escenario de consulta es esencial en la forma republicana de gobierno.

El protagonismo presidencial y el rol asignado a los ministros responden a una tradición inalterada en el armado de nuestra historia institucional. Las ideas dominantes hicieron de los ministros órganos necesarios cuya existencia, subordinada a la autoridad presidencial, constituía un soporte esencial para el cumplimiento de los fines del Estado y la ejecución de los actos de gobierno. En consecuencia, los ministros debían revistar como “altos empleados políticos” del Poder Ejecutivo y, en tal condición, funcionar como el brazo ejecutor de la política gubernamental.

A partir de esa consigna inapelable, la Constitución histórica dedicó once artículos a la organización y el funcionamiento del cuerpo ministerial, sin que ninguno incluyera la normativa de la “reunión de gabinete”. Recién en 1994, la Constitución reformada incorporó ese foro de consulta, aunque de una manera apenas tangencial y bajo el ropaje de distintas figuras a cual más inconsistente.

¿Cómo funcionó en la práctica ese dispositivo crucial del sistema republicano? ¿Venía a moderar la concentrada autoridad presidencial o sólo pretendía blanquear una hegemonía recurrente? Al abordar la cuestión, acusamos la inoperancia histórica de la “reunión de gabinete” en la forma y en el fondo: como recinto institucional nunca tuvo vigencia plena en nuestro régimen político y su puesta en acto siempre dio la espalda a las consignas republicanas.

Los especialistas que estudian el régimen presidencial nos dicen que cada ministro pasa a integrar el gobierno con los demás colegas y junto al presidente, pero sin constituir un cuerpo orgánico y funcional con el que la máxima autoridad deba trabajar y de cuya previa aprobación dependan sus decisiones. Tanto es así, señalan, que buena parte de los asuntos del Estado suelen ser despachados por el presidente en la soledad del cargo; no pocas veces lo hace sin la participación de los ministros competentes y otras tantas invita a sesionar a ciertos personajes subalternos. En todos los casos, el presidente es quien determina la forma y el modo en que cada “alto empleado político” debe tomar intervención en los asuntos que son de la propia competencia.

Al construir teoría y marcar tendencia, los expertos afirman que el vínculo de los presidentes hegemónicos con sus ministros subordinados se da a través de un sistema radial, esto es, un modo que conecta a cada ministro con el presidente a través de líneas de comunicación convergentes pero separadas, generadoras de relaciones personalizadas muy distintas del sistema de deliberación colectiva propio de los gabinetes de tipo parlamentario.

Nuestra realidad vernácula parece responder a la posición radial, toda vez que el gobernante trata de apurar cada decisión política con poca deliberación y menor consulta, bajo la generalizada creencia de que evitar la discusión interna entre sectores y tratar con cada ministro por separado asegura una mayor eficacia en la gestión de los actos de gobierno. Prerrogativa sorprendente en favor de quien detenta la espada del triunfo electoral.

Al recorrer la historia alcanzan algunos casos para corroborar lo que ha sido la aplicación radial en todos los gobiernos. Agustín P. Justo declaraba su preferencia por el encuentro cara a cara con cada uno de sus ministros para cumplir con la firma del despacho e intercambiar los comentarios de ocasión. Se cuenta que Ramón A. Castillo justificaba igual proceder para evitar peleas entre pares y apurar su excluyente decisión final. Con intención sagaz, Juan D. Perón insistía en que los ministros debían entregarse a la gestión del ramo asignado, “evitando toda gratuita deliberación política”. Autocrítico, Raúl Alfonsín se declaraba “demasiado radial” en la aplicación del mecanismo de consulta a cada uno de sus ministros. Néstor Kirchner fomentaba el encuentro cara a cara con celo y decisión: no se realizaban reuniones plenarias en circunstancia alguna, sino que el jefe se reunía con los ministros por separado, para bajarles línea o para reconvenirlos. El caso de Cristina Kirchner resulta paradigmático: todas las decisiones pasaban por su aprobación o rechazo, en presencia de sumisos ministros aplaudidores, y eran comunicadas a “su pueblo” con el poderoso recurso del atril y de la cadena nacional.

El funcionamiento degradado del recinto de gobierno mal llamado “reunión de gabinete” es una consecuencia de la inveterada tradición concentradora de poder. De ahora en más, la mancomunidad de cerebros deliberando bajo la alegoría del “equipo” ministerial tiene un anclaje en ese vulnerable escenario de consulta. La “reunión de gabinete” ¿será el mejor lugar para un virtual gobierno de gestión? ¿O será el no lugar de un proyecto político que pretende ser fundacional? Por respeto a los hechos, habrá que seguir la evolución de los procesos y esperar a que el tiempo haga sus pruebas.

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